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21/11/2019 / Barcelona

‘Bolivia ante el precipicio’, por Marta Nin, directora de la Fundación Casa Amèrica Catalunya

Fue en 2006 que Casa Amèrica Catalunya celebró la llegada del primer Presidente indígena- aymara en América Latina con unas jornadas que bajo el nombre Bolivia: la refundación de un país trató los desafíos históricos que el país andino confrontaba tras el 54% de los votos para el Movimiento Al Socialismo (MAS), el partido de Evo Morales. En las jornadas se destacó la oportunidad sin precedentes que suponía la composición del nuevo gobierno para construir una nación en paz. Muchos eran los frentes abiertos: distribución de tierras, ley de hidrocarburos, autonomías, Asamblea Constituyente...

En posteriores citas, pasaron por nuestra Casa el opositor a Morales en las últimas elecciones realizadas, el ex Presidente Carlos Mesa; la Primera Dama de Bolivia, Esther Morales, hermana del entonces presidente. O el ex Ministro de Exteriores Juan Ignacio Siles. Y el ex Ministro del Agua, pionero internacional en un ministerio de este tipo y naturaleza, Abel Mamani. Todos ellos volvieron a destacar esa Bolivia de dos rostros que tan sólo aspiraban a conllevarse mostrando vertientes de la política boliviana absolutamente opuestas y destinadas – sin embargo - a ceder en sus posiciones para poder construir país. En La Paz, nos recibió un flamante Álvaro García Linera (Ex Viceministro, hoy también refugiado en México) que disculpó su retraso por una situación de mediación en una manifestación de mineros. Recuerdo su comentario al saludarnos: “Nosotros no utilizamos las porras para disolver protestas. Y hablar lleva más tiempo”.

Hoy, el desafío para Bolivia sigue siendo en su matriz el mismo, por ello regresa la violencia extrema a sus calles. El país parece volver a enquistarse en una profunda crisis de identidad, a romper el pacto nacional común de convivencia y a utilizar la bandera nacional y la wipala de siete colores para defender proyectos y relatos contrarios, que se muestran excluyentes entre sí.
Doce años atrás, se vislumbraba una posibilidad de cambio de ciclo histórico, Bolivia parecía poder refundarse como país, activando un pacto social que consiguiera la paz y resolviera las demandas indígenas arrastradas desde la época colonial. La paz vuelve a estar en entredicho con un ejército en las calles de El Alto, La Paz o Cochabamba, con derecho a violentar sin ser juzgado. Y una población organizada dispuesta a bloquear la cotidianidad del país, provocando la escasez de alimentos o combustible. A tenor de los últimos acontecimientos y de cómo se está operando la pacificación del conflicto, pareciera que la escalada de la violencia seguirá en inercia. Tras la obligada renuncia de Evo Morales y su exilio a México, Bolivia parece transitar más por un tiempo de revancha que de transición hacia unas nuevas elecciones democráticas.

La caja de Pandora
Con actores armados y otros dispuestos a armarse, la situación es en extremo volátil. Atajar y descomponer esa volatilidad es sobre todo responsabilidad del gobierno actual de la Presidenta Áñez, pero también lo es del ex Presidente Morales. La defensa del relato y de la nomenclatura de los hechos no puede derivar en un confrontamiento armado. El fraude electoral no puede justificarse con un golpe de estado y el golpe de estado no debería justificar un enfrentamiento civil. Pero en unas sociedades cada vez más polarizadas, y polarizantes, el discurso de ellos o nosotros gana terreno. El gobierno de Añez deberá asumir la arriesgada senda de llevar al país a unas nuevas elecciones, con acuerdo parlamentario y en las que concurra el MAS. ¿Será suficiente para apaciguar las calles? Todo país tiene su caja de Pandora que una vez abierta desata tempestades supuestamente calmadas en la oscuridad de su encierro.

En esta década larga, Bolivia ha sido ejemplo de crecimiento económico sostenido, siempre un buen indicativo de estabilidad política y social. Pero este noviembre parece haberse despertado igual de racista e inestable socialmente como antes de escoger democráticamente al primer Presidente indígena de la historia de América que ha contribuido a cambiar la economía andina. También las macro cifras económicas y sus contorsiones esconden miedos atávicos y demasiados dramas cotidianos, que de repente estallan en las calles. Chile es quizás, el ejemplo más paradigmático. El país, todo un ejemplo de estabilidad económica y crecimiento, lleva ya un mes incendiado en protestas. El Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) ha contabilizado 6.362 ciudadanos detenidos, entre ellos 759 niños y adolescentes. Saqueos, destrozos, represión, y denuncias de tortura y abusos sexuales. Y nuevamente, Víctor Jara como banda sonora de la historia chilena con su canción: “El derecho a vivir en paz”. El derecho a vivir a en paz, el derecho al buen vivir de la cultura indígena, donde primar la armonía con la naturaleza, la convivencia, la reciprocidad y la igualdad.

La desigualdad
Muy a pesar de los esfuerzos sociales y políticos realizados en los últimos años, Latinoamérica sigue luchando la batalla contra la inequidad. La necesidad de consolidar sociedades pacíficas, justas e inclusivas que se basen en el respeto de los derechos humanos, incluido el derecho al desarrollo, fue una de las declaraciones firmadas por todos los representantes de Exteriores de la XXVI Cumbre Iberoamericana reunida en Guatemala en 2017. Como venimos comprobando en estos últimos meses de inestabilidad recorriendo diferentes focos en Latinoamérica, esta necesidad sigue siendo un debe para la región. Y sigue estando en el origen del conflicto.