"No hay presente vivo con pasado muerto. Pero tampoco existe futuro que no contenga tanto la experiencia del pasado como la esperanza del presente.
Discurs de Carlos Fuentes en l'acte de presentació de la Fundació Casa Amèrica Catalunya el 7 de setembre de 2006
Lo que enuncio depende en grado superior del concepto que nos hagamos de nosotros mismos, como personas, como ciudadanos, como portadores de cultura y de historia. La historia no es una mera enumeración de hechos del pasado: es un proceso crítico que evalúa, desecha y preserva lo que el pasado nos concede como horizonte de posibilidades. Y no hay posibilidad humana que no se radique en el presente. Es decir: no hay presente que pueda hacer caso omiso de la cultura como portadora de la memoria del pasado y del deseo del porvenir. Ambos, memoria y deseo, le dan, mediante la cultura, plenitud al tiempo. Cervantes o Ramon Llull no son autores de ayer: son escritores del lector que aún no nace. El primer lector del Quijote o el del Blanquerna está en el futuro. El autor muere. El lector nace. Entre uno y otro, el lazo de unión es la cultura como proyecto de la continuidad humana a través del ejercicio de la imaginación crítica que trasciende los accidentes dogmáticos de la religión, las aventuras ideológicas de la política y aún la lógica de la razón. La cultura nos ofrece el privilegio de ser equívocos, de crear realidades paralelas sin las cuales la realidad fáctica no puede comprenderse, de hacer realidad lo que la historia olvidó, de restaurar la parte de la vida puesta de lado, precisamente, por el dogmatismo religioso, la ideología política o la insuficiencia de esa razón que necesita, como pidió Pascal, conocer también las razones del corazón.
Quisiera a partir de esta evocación inicial, tratar en este día de América en Catalunya y recibidos por la Casa Amèrica Catalunya cuatro etapas de una de las relaciones más ricas, más conflictivas a veces, más fraternales en otras, pero más significativas siempre: la relación entre México y España.
Y en esta semana de México en Barcelona, permítanme distinguir cuatro grandes etapas en nuestra relación transatlántica.
El primer momento es el de la conquista de México y por extensión, de América. La conquista fue la pesadilla de un sueño. Lo expresa Bernal Díaz, deslumbrado por el poder y la gloria de la capital azteca, México-Tenochtilán y obligado, enseguida, a destruir lo que admira en nombre de un deseo de poseer y de transformar lo que se desea en fama, oro, fe e imaginación.
La conquista de México fue una catástrofe. Todo un universo cultural, religioso, político, humano, cayó destruido.
¿Puede superarse una catástrofe? Sí, nos responde María Zambrano, si de la catástrofe misma nace algo que la redima. Y de la catástrofe de la conquista nacimos todos nosotros, los mexicanos ya no sólo indígenas, ya no sólo españoles, sino mestizos. Somos la novedad mestiza de las Américas que reteniendo los rasgos del mundo indígena y del mundo hispano, los trasciende en la novedad del mestizaje.
Culturalmente, el mestizaje le da una personalidad propia al barroco de las Américas. Ya no se trata, como en Europa, de una excepción sensual a las rígidas prohibiciones de la Contra Reforma: nuestro barroco es el refugio creativo de la personalidad indígena militarmente derrotada y socialmente aplazada que abraza al cristianismo de manera creativa y sincrética.
Los ídolos no sólo reaparecen detrás de los altares sino en la sacralidad misma de la vida diaria presidida por algo que nos une a los mexicanos más allá de diferencias políticas y que nos permite pensar que en México hasta los agnósticos son católicos: la Virgen de Guadalupe –presente en altares pero también en las oficinas, puertas, automóviles, calendarios, calcomanías, vajillas y tatuajes–, como figura de la Madre mestiza que nos redime del pecado de ser hijos de Cortés y la Malinche, de un soldado y su barragana, para transformarnos en hijos de Cristo y su Madre. Pero el Cristo de México es un Cristo sangrante, doloroso, que se sacrifica por nosotros y no que exige el sacrificio humano en honor de los dioses. Jaque mate a Huitzilopochtli.
La penetración del cristianismo en todas las estructuras de nuestra vida explica el vigor de nuestras convicciones liberales y de nuestras estructuras políticas y educativas laicas como necesaria defensa ante el catolicismo cuando éste se excede como clericalismo, dogmatismo intolerante y negación de las leyes civiles.
Somos mayoritariamente mestizos. El español es nuestra lengua aunque hay en México el respeto constitucional debido a las cuarenta y tantas lenguas indígenas que hablan diez millones de mexicanos. Y no hablo de dialectos, sino de lenguas tan diferentes entre sí como el sueco y el italiano.
Pero el español es la lengua que permite a un yaqui del norte de México entenderse con un maya de la península de Yucatán: sin el castellano, los indios no se entenderían entre sí. Además, el castellano es nuestra seña de identidad en la frontera con los Estados Unidos y más allá, en los propios USA, donde cuarenta millones de personas, de California a la Florida y de Texas a las Carolinas, Illinois y Nueva York, hablan español, la segunda lengua en Norteamérica, el santo y seña de nuestra presencia en el corazón del imperio norteamericano, la avanzada de nuestra cultura no sólo en términos lingüísticos, sino en términos políticos, laborales y aun internacionales, si a nuestra cultura mexicana y latinoamericana la dotamos de un perfil indispensable para una globalización con rostro humano: el rostro del trabajo y la voz del derecho.
Algo más, entonces, debemos a la presencia española: España fue el único imperio colonial que impartió leyes protectoras de las poblaciones autóctonas. No lo hicieron ni Francia ni Holanda ni Inglaterra. Diezmada la población del Caribe por la feroz explotación colonial, fue necesario importar esclavos negros de África. Las protestas encendidas de misioneros como los padres Montesinos y las Casas condujeron a la Corona a expandir las normas protectoras de la Legislación de Indias.
Extendidas al ámbito mundial por Francisco de Vitoria y Francisco Suárez, las leyes españolas fundaron el derecho de gentes, y aunque la legislación de Indias fuese abrogada constantemente por la extensión del derecho de conquista y la injusticia laboral de la mina y la hacienda, es significativo que Emiliano Zapata, al levantarse en armas en 1910 para exigir el derecho del campesino sobre la tierra, invocase explícitamente el origen de ese derecho: las leyes dadas por Carlos V a las comunidades agrarias de La Nueva España. Sin el derecho de ayer, no se actualiza el derecho de hoy. Acaso le debemos a Carlos V, por conducto de Bartolomé de las Casas y Emiliano Zapata, que exista el derecho agrario de la Constitución mexicana. Las vueltas de la historia.
Las revoluciones de Independencia en 1810 se definen frente a España. Contra España o pro España. Nuestros países se dividen. Tratamos, de México a la Argentina, de inaugurar una nueva época, de elegir un futuro, así a rajatabla, como si no hubiese existido el pasado.
Pero junto a ese futurismo revolucionario hay también un preterismo que nos pide guardar la memoria de lo logrado durante los tres siglos del virreinato español. De esta actitud preterista se agarran los conservadores mexicanos, convirtiendo un indispensable ejercicio de decantación cultural e histórica en excusa gatopardista.
La Independencia del siglo XIX se columpia entre la dictadura y la anarquía. Hay una curiosa simetría, si uno lo ve bien, entre la historia de España y la historia de México en el siglo XIX. Luis Villoro ha llamado a la Revolución de Independencia una revolución “desdichada” que demostró el enorme vacío entre el país de las leyes y el país de los hechos. Ese vacío lo llenó fatalmente el hombre providencial. En México este salvador de circunstancia se llamó general Antonio López de Santa Anna. Y en España, hubo una pugna constante entre moderados y progresistas, entre cristinos y carlistas. Aparecen hombres providenciales como Espartero, hay golpes militares, asonadas, alternancias bruscas en el poder, hay O’Donnell, hay Serrano.
México y España, presas del desorden y el autoritarismo, buscan desesperadamente construir un Estado, en el sentido de unión del gobierno y del derecho que le da Hans Kelsen, aunque distinguiendo al Estado de la sociedad y asegurando el respeto de los derechos humanos.
Este es el dilema que, tácito o explícito, confrontaron tanto México como España en el Siglo XIX. En México, a la dictadura (o dictaduras: ejerció el poder siete veces entre 1833 y 1855), a la dictadura de Santa Anna siguió la empecinada pugna entre conservadores y liberales. La reforma liberal separó a la Iglesia del Estado y desamortizó los bienes del clero. Los conservadores defendían el orden de privilegios colonial. La derrota militar del bando conservador en 1854 los llevó a invitar la intervención del ejército francés y la creación del trono de sombras de Maximiliano de Habsburgo.
El triunfo de la causa liberal encabezada por Benito Juárez significó, al fin, la creación de un Estado Nacional mexicano. Esta es la gran virtud de Juárez. Balmes dijo de España en el siglo XIX: “Que haya un estado”. Juárez lo logró en México, pero la república liberal excluyó a la población mayoritaria de los frutos de un progreso visto como destrucción de los antiguos derechos comunales a favor de los derechos privados, lo que explica la larga dictadura –treinta años, menos que Franco– de Porfirio Díaz bajo la consigna “Poca política y mucha administración” que acabó por exacerbar tanto a la clase media emergente como a las masas populares esclavizadas por la mina y la hacienda.
Hay otro hecho del Siglo XIX que me interesa destacar. Junto con el anti-hispanismo furibundo, hay un momento en que nuestros países parecen hermanarse. En la guerra del 98, España pierde sus últimas colonias americanas: Cuba y Puerto Rico. Empieza un proceso español de autocrítica –la Generación del 98– y un proceso, también, de identificación trágica con los países latinoamericanos. “Todos somos –dijo Rubén Darío– cachorros de la leona española” y también se preguntó, aludiendo a nuestro continente: “¿Tantos millones de hispanoamericanos hablarán inglés?”. Pues no: cuarenta millones hablan hoy castellano en los EE.UU.
Estas identidades que se forjaron a fines del Siglo XIX tuvieron en el caso de México una importancia muy particular durante la guerra de España y esta es la tercera gran etapa de mi discurso el día de hoy. La Revolución Mexicana tuvo una fase militar entre 1910 y 1920: es la revolución contra el viejo orden pero también la guerra de facciones revolucionarias: Villa y Zapata contra Carranza y Obregón. Es la guerra civil, la guerra entre hermanos, el momento en que las revoluciones se crucifican a sí mismas.
Luego, en su fase constructiva a partir de 1920, la Revolución significa también la defensa de una nueva legalidad –reforma agraria, industrialización, educación, derechos del trabajo–, contra el régimen de grandes propiedades, analfabetismo y trabajo desprotegido. Esta fase culminó con la nacionalización del petróleo por el presidente Lázaro Cárdenas en 1938 pero de 1920 a esa fecha, los gobiernos mexicanos debieron combatir en dos frentes, a la reacción conservadora por un lado y a la intervención norteamericana por el otro.
De manera que al estallar la guerra de España, la posición de México y del Presidente Cárdenas fue extraordinariamente clara en defensa de la República Española.
¿Qué es lo que pretendía Cárdenas apoyando a la República? No sólo defender el principio de la legalidad frente a una insurrección militar, sino defender los logros del propio México en el sentido de haber sometido a los militares levantiscos durante la presidencia Cardenista, creando un ejército profesional sujeto a las disposiciones del Ejecutivo, es decir, del Estado nacional mexicano. Por lo tanto, era indispensable, en nombre de la seguridad interna de México, tomar una postura a favor de las instituciones y en contra del levantamiento de Franco en España. Y fue lo que hizo Cárdenas, para el honor eterno de México y de España: no aprobar una insurrección militar contra un gobierno legítimo.
Y reprobar la intervención extranjera a favor de los militares insurrectos.
Hay algo más, algo emocionante y enormemente generoso: Lázaro Cárdenas invitó a vivir y trabajar en México a cerca de 300 mil expatriados españoles.
Yo siempre he dicho una cosa y la digo sin ironía: la guerra de España la ganó México.
La ganó México porque la presencia entre nosotros del talento español fue tal que transformó todas nuestras estructuras culturales para bien. En todos los ramos del saber, la presencia española nos dio una modernidad, una novedad, un saber que quizás los mexicanos no habíamos tenido hasta ese momento.
Yo tengo el enorme privilegio de haber sido educado en la Facultad de Derecho de la UNAM por eminentes profesores de la migración: el internacionalista andaluz Manuel Pedroso, el sociólogo catalán Luis Recasens Siches, el procesalista cordobés Niceto Alcalá Zamora, y si cruzaba la calle e iba a la Facultad de Filosofía y Letras, tenía la posibilidad de estudiar con el catalán Joaquín Xirau, con el catalán Eduardo Nicol, con el valenciano José Gaos, con el gaditano Gallegos Rocafull, todos eminencias que nos dieron una ilustrada educación humanista iluminada aún más por esta preciosa línea de Ramón Xirau, el poeta mexicanocatalán hijo y padre de los Joaquín Xirau:
Aquí en la Cambra mes lliure de l’espai.
La luz de la palabra libre nos la dieron el malagueño Emilio Prados, el sevillano Luis Cernuda, el también malagueño Manuel Altolaguirre, el catalán Agustí Bartra. Y el cine mexicano lo creó con una sola mirada el aragonés Luis Buñuel.
Arquitectos, músicos, críticos, pintores: es inconmensurable lo que la migración española le dio a México. La casa de España en México fundada con la ayuda de nuestro máximo humanista Alfonso Reyes, se convirtió en el Colegio de México, nuestra gran institución de alta cultura. El Fondo de Cultura Económica, la editorial mexicana, se hizo con la aportación de Díez Canedo, Eugenio Imaz, Wenceslao Roces.
En cualquier ámbito que ustedes gusten nombrar en la España peregrina creó una cultura compartida y abolió, de una vez por todas, el antihispanismo latente en México desde la Conquista.
Estamos en deuda con ustedes.
Gracias.
El cuarto momento con el que quiero concluir es el actual. Hoy la relación entre México y España se levanta sobre las piedras de fundación a las que me he referido. Vencida, al cabo, la dictadura franquista que mi país nunca reconoció oficialmente, hoy tenemos una relación intensa en todos los órdenes: comercio, inversión, política.
Hoy, nuestros dos países son democracias. Esto no había ocurrido antes. Había disparidades, momentos diferentes. Hoy podemos decir que México y España se identifican como democracias plenas.
Una república federalista, México. Una monarquía constitucional compuesta de autonomías libres, España. Ambos sistemas ligados por la fe de una unión democrática enunciada por James Madison en El Federalista norteamericano: una fidelidad doble pero no conflictiva al Estado Nacional y las autonomías que lo componen, unidos por el derecho al servicio de los ciudadanos.
Sí, seamos demócratas: no atribuyamos poder a los gobernantes más allá de los límites de su capacidad de servicio.
Señoras y señores:
México y España: más allá de nuestra relación bilateral, vivimos en un mundo peligroso con opciones claras.
Vamos a tener que rechazar el unilateralismo y reforzar el multilateralismo.
Vamos a tener que rechazar la barbarie de guerra preventiva dándole prioridad a la diplomacia, a la negociación, al derecho.
Vamos a estar obligados a extender la globalización al derecho de los trabajadores y a la protección del medio ambiente. No puede haber globalización solamente de cosas y mercancías. Hay que proteger internacionalmente los valores del trabajo y el valor de la tierra que habitamos. Hay que trabajar juntos por los derechos de la mujer, por el respeto a la diversidad sexual, por la protección al anciano, por la oportunidad a la juventud, por el techo y el pan de todos.
Sólo podremos construir nuestro bienestar a partir de la solución de problemas concretos mediante el buen empleo de nuestro capital humano, mediante los valores de la educación y la cultura, dándoles contenido social y jurídico.
Mediante, en fin, el respeto a la diferencia.
Muchas gracias.