Por su interés, reproducimos a continuación el artículo “Grito”, sobre la exposición “Hacer la paz en Colombia: Ya vuelvo. Carlos Pizarro”, del periodista colombiano Ricardo Silva Romero, publicado el pasado 16 de septiembre en el rotativo “El Tiempo”. Esta muestra, una iniciativa de Casa Amèrica Catalunya que ha sido comisariada en Bogotá por María José Pizarro, hija del que fuera líder del M-19 -la guerrilla que abandonó las armas para convertirse en movimiento político- se exhibe en el Museo Nacional de Colombia, donde ha causado un gran impacto. En apenas 11 días, unas 2.000 personas ya han visitado “Ya vuelvo” en la capital de Colombia.
Artículo de opinión del periodista Ricardo Silva Romero sobre la exposición 'Ya vuelvo. Carlos Pizarro'
"Yo quiero pegar un grito y no me dejan, yo quiero pegar un grito vagabundo", cantó el misterioso Guillermo Buitrago unos años antes de que nos devorara la violencia... La verdad es que ese par de versos tristes, que escribió, según se dice, el compositor vallenato Ventura Díaz Ospino, podrían servirle de epígrafe a la historia del país.
Y si usted visita hoy el Museo Nacional de Colombia y recorre los tres laberintos de una valiente exposición titulada Las historias de un grito: 200 años de ser colombiano, lo más probable es que llegue a una conclusión semejante. Porque a aquella edificación, que fue una penitenciaría infranqueable hasta mayo de 1948, por fin se la han tomado los fantasmas de todos los que en los dos siglos pasados han dado la vida por gritar. Y todos los objetos exhibidos en sus pasillos parecen indicar que ser colombiano ha sido, desde 1810 hasta hoy, haberse sabido callar. Los museos nacionales tienden a ser manuales antisépticos plagados de notas a pie de página. Los museos nacionales suelen ser cementerios llenos de tumbas de pie. Pero nuestro Museo Nacional, como un zoológico que les da a los animales las llaves de sus jaulas, como una casa del terror que deja en libertad a los espectros, se la ha jugado toda por una exposición profundamente crítica, que se ríe de nuestro arribismo, que les pide perdón a todos los indefensos que hemos sometido en estos doscientos largos años y que nos recuerda que todavía no nos hemos ganado el derecho a celebrar nada de nada. La gracia del pasado es que le sirva al presente.
Y lo mejor de Las historias de un grito es que todos esos souvenirs del pasado que ha sabido reunir (los óleos solemnes, los íconos, los vestidos, las caricaturas, las medallas, las pantallas que presentan fragmentos de Revivamos nuestra historia) nos reclaman que seamos justos ya. Es, si uno la piensa con calma, una exposición cargada de coraje: una muestra de valor. Hoy, en este país al que le cuesta tanto estremecerse, en esta sociedad que se ha tragado el cuento de que la indignación es un acto subversivo, se necesita mucha audacia para poner en duda a nuestros héroes, para insinuar que el día de nuestra independencia en realidad se le exigieron más puestos al Rey, para sugerir que ser colombianos no tiene que ser esto.
Y todo eso está haciendo el Museo Nacional. Todo eso está haciendo, pero eso no es todo. En el tercer piso, en la 'Sala de ideologías, arte e industria', hay una nueva exposición temporal, que rima con la exhibición del bicentenario. Se llama Hacer la paz en Colombia: 'Ya vuelvo', Carlos Pizarro. Y en tiempos en los que hemos dado por cierta la teoría de que los delincuentes son monstruos de generación espontánea, en tiempos en los que poner a la guerrilla en contexto (decir, por ejemplo, que nacieron en el país indolente de Siervo sin tierra) suena a traición a la patria, se atreve a convertir al líder del M-19 en nuestro prójimo.
Para empezar, lo presenta como un político que ha descubierto que las armas no sirven para nada. Después, gracias al "ya vuelvo" que escribió cuando dejó las Farc o a sus entrevistas con la prensa o a la sentida carta de despedida a su padre, como un rebelde que quiso pegar un grito inteligente. No lo glorifica: la escalofriante vitrina de los objetos quemados en el Palacio de Justicia, que es un silencioso alegato contra la intimidación, recobra la idea de que la violencia siempre es inútil.
Pero, al final, cuando nos devuelve a los horrendos días de la campaña de 1990, cuando no nos permite olvidar que ese hombre fue acribillado apenas se comprometió a seguir las reglas del juego, cuando nos prueba que, sin embargo, su legado se tomó la Constitución de 1991, subraya que es hora de que entendamos que en el país cabemos todos. No es que Colombia esté condenada a ser siempre la misma. Es que hasta ahora está enterándose de que tiene esa Constitución”.