Texto íntegro de La casa al final del viaje, intervención del escritor mexicano Juan Villoro en el acto de entrega de la Medalla de Oro del Ayuntamiento de Barcelona a la Fundación Casa Amèrica Catalunya celebrado el pasado 26 de abril en el Saló de Cent del Consistorio.
'La casa al final del viaje', por Juan Villoro
Los remotos pobladores que bautizaron el pueblo de Arenys de Mar quisieron demostrar que la presencia humana no impediría que eso siguiera siendo naturaleza, tierra mezclada con el agua.
Ahí está enterrado Salvador Espriu, cuya poesía es una forma del horizonte. Basta recordar los versos de “Invitació a partir”:
La fruita d’or, llunyana
Deixa enrera el record
de la perduda tarda.
Deixa enrera la veu
de la muntanya.
Navega fora port,
A l’esperança.
Desde la tumba de Espriu, en el cementerio de Arenys, la mirada baja a la playa como lo hacen sus versos y se detiene en unas palmeras. En las arenas del mar crecen plantas venidas del otro lado del mundo, donde se habla una lengua distinta a la que ahora procuro pronunciar, pero no ajena a Cataluña.
América Latina debe mucho al impulso de los catalanes, según lo comprueban a diario los ansiosos jugadores de dominó que exclaman ¡capicúa! cuando la última ficha puede caer en cualquiera de los dos extremos.
Abundan los datos del pasado que remiten a la impronta catalana. En Barranquilla, Colombia, aún se recuerda el incendio de la librería de Ramón Vinyes, ocurrido el día de San Juan de 1923. Años después, Vinyes se consolaría de sus libros hechos cenizas enseñándole a escribir a jóvenes autores, entre ellos uno al que apodaban Trapo Loco por sus fantasiosas vestimentas y que la posteridad conocería como Gabriel García Márquez.
Los dos himnos de los países más grandes de Hispanoamérica se deben al talento catalán para convertir la patria en música: Jaime Nunó compuso el de México y Blas Parera el de Argentina. La sonora identidad de esos países fue primero silbada por músicos catalanes.
Como ocurre con la electricidad, la corriente entre Cataluña y América Latina ha sido alterna, un flujo de ida y vuelta. El desembarco latinoamericano ha incluido a los escritores Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards, Sergio Pitol, Oscar Collazos, Cristina Peri Rossi, José Donoso, Gabriel García Márquez, Rodrigo Fresán, Roberto Bolaño, Juan Gabriel Vásquez, Santiago Roncagliolo, Juan Sasturain, Marcelo Cohen y muchos otros. Hoy, miles de peruanos y ecuatorianos cuidan enfermos y ancianos, asean las casas, alivian la vida diaria de Cataluña.
El inventario de las cosas que una orilla del mar le debe a otra es dilatado. Kafka vivió muy lejos del océano y demasiado cerca de los trámites burocráticos que revisaba con temor sagrado. No es casual que identificara el universo con una oficina. Para él, Poseidón no era un Dios sino el notario del océano. Sumido en las profundidades, llevaba un registro del tránsito de los hombres. En ese minucioso libro de actas debe de estar el paso de los argonautas, la barca que fundó Barcelona, la emigración a América, el retorno de los indianos(entre ellos el de un niño nacido en Tampico, Tamaulipas, que sería alcalde de la Ciudad Condal: Bartomeu Robert) y la llegada posterior de latinoamericanos en busca de asilo, trabajo o la recuperación de las raíces.
Las arenas del mar han recibido huellas venidas de muy lejos. Son muchos los que, como quería Espriu, navegan más allá del puerto, a la esperanza.
La relación entre América Latina y Cataluña ha sido tan fecunda que en ocasiones se tiene la impresión de que no viajan personas sino un país entero. Basta entrar a la peña barcelonista de Caracas para saber que una tribuna del Camp Nou está en el trópico y contemplar una procesión peruana en la calle de Roger de Llúria, con rigurosa escala en una pollería que ofrece la salsa con los ingredientes secretos de una abuela inca, para entender que la Ciudad Condal no está tan lejos de los Andes.
En ocasiones, estos intercambios producen enredos divertidos. En su novela La sombra del maguey, Pere Calders narra con ironía las angustias de su exilio en México. Ahí, un emigrado sueña que regresa a Barcelona. Su anhelo se ha cumplido; es un catalán de pro y tiene un piso en La Diagonal. El sol mediterráneo baña los muros del salón. Todo es perfecto pero de pronto escucha una curiosa algarabía y respira un vapor condimentado. ¿Será posible que esté oliendo tamales? Se asoma a la ventana y contempla con azoro que no se ha librado de los mexicanos; la elegante avenida ha sido tomada por gente de grandes sombreros, que lanza estruendosas carcajadas, come guisos picantes y se pica las costillas. ¡Barcelona se ha mexicanizado!
Aunque Calders presenta una imagen sarcástica del regreso, fue uno de los muchos catalanes que reinventaron su escritura gracias al contacto con la otra orilla del mar.
Durante la guerra civil, el F. C. Barcelona se trasladó a México. El president Lluis Companys y el presidente Lázaro Cárdenas organizaron el exilio deportivo del club. De aquel viaje sólo regresó el utillero, frotando una esponja que no tenía destino. En la inolvidable era Guardiola conviene recordar los años duros en que los futbolistas blaugranas se salvaron al otro lado del mar.
Los intercambios que el notario Poseidón registra desde el fondo de los océanos han sido sorprendentes. Los más sostenidos han tenido que ver con la Casa Amèrica Catalunya, que hoy recibe, merecidamente, la Medalla de Oro al Mérito Cívico.
En los desiertos, los viajeros se reúnen en torno a una fogata para compartir los avatares del camino. En las ciudades, ese intercambio esencial se realiza bajo un techo hospitalario. No es casual que la palabra hogar aluda tanto al fuego como a la casa, los sitios predilectos para estar juntos.
Un siglo acredita los afanes de Casa Amèrica Catalunya, espacio dedicado a la conversación entre las dos orillas del océano. El diálogo pertenece a la tradición catalana, que en siglo XIII dio con una fórmula para reunir a cien hombres que representaran a los otros y discutieran por ellos: el Consell de Cent.
Parlem, parlem, dice la voluntad catalana. No hay nada que no se resuelva conversando. De acuerdo con Borges, “la mejor cosa que registra la historia universal” es el descubrimiento del diálogo. Cito su opinión al respecto: “La fe, la certidumbre, los dogmas, los anatemas, las plegarias, las prohibiciones, las órdenes, los tabúes, las tiranías, las guerras y las glorias abrumaban el orbe; algunos griegos contrajeron, nunca sabremos cómo, la singular costumbre de conversar. Dudaron, persuadieron, disintieron, cambiaron de opinión, aplazaron. Acaso los ayudó su mitología, que era, como el Shinto, un conjunto de fábulas imprecisas y de cosmogonías variables. Esas dispersas conjeturas fueron la primera raíz de lo que llamamos hoy, no sin pompa, la metafísica. Sin esos pocos griegos conversadores la cultura occidental es inconcebible”.
Este salón recuerda al consejo de cien hombres dedicados a la tarea mediterránea de cambiar el mundo con el diálogo. Tal es el afán de Casa Amèrica Catalunya. Su historia viene de lejos. Las películas, las exposiciones, las ediciones, las conferencias, los conciertos, y las iniciativas de paz y solidaridad que ahí han surgido reiteran un milagro: podemos conversar.
El intercambio cultural se basa en compartir lo propio y conocer lo ajeno. Entender las razones de los otros y darles voz es el origen de la hospitalidad. Casa Amèrica Catalunya ha preservado esa intención en una ciudad fiel a sus raíces y abierta a los demás.
Actualmente sus muros muestran fotografías de las Penélopes de América, mujeres que llevan 22, 17 o 9 años aguardando a los maridos que han ido a buscar la vida lejos. La cultura también muestra heridas. En ese mismo espacio, se exhibe una ametralladora reconvertida en instrumento musical, con la que el artista colombiano César López demuestra que el ruido se puede transformar en canto. El título que reúne sus canciones es el mejor lema para combatir la violencia en América Latina: Toda bala es perdida.
La cultura no sólo intercambia logros artísticos, critica la realidad para transformarla. Casa Amèrica Catalunya responde a un proceso de construcción de la esperanza colectiva. Cuando una institución cumple cien años su presencia ya se inscribe en la tradición y comienza a ser legendaria. Para llegar al centenario de Casa Amèrica Catalunya Antoni Traveria y su equipo han trabajado con un empeño que no es exagerado calificar de heroico. La realidad nunca ha sido un obstáculo para estos defensores de la ilusión.
Mi padre nació en Barcelona y tuvo que abandonar su ciudad a los 9 años. Creció en México, añorando el sitio donde había nacido. Como tantos transterrados, convirtió a Cataluña en un sitio del deseo, perfeccionado por su anhelo. Cuando yo era niño y le pedía que me contara una historia, él se rascaba la cabeza. No conocía cuentos infantiles. Entonces, me resumía la Odisea. Aquella fábula del regreso encandiló mi mente. Años después descubrí que mi padre se permitía un desliz para satisfacerse a sí mismo. Ulises no regresaba a Itaca, sino a Barcelona.
La obsesión del navegante es la de volver a casa. Durante cien años, Casa Amèrica Catalunya ha ofrecido hospitalidad, superando un insólito impedimento: en realidad, no se trata de una casa. Sus proezas ocurren en el espacio más agobiado de la arquitectura barcelonesa: un entresuelo.
En esa zona intermedia, territorio fronterizo, franja tex-mex, ha prosperado la cultura. Ahí han hablado expresidentes y premios Cervantes, ahí han aliviado su nostalgia los latinoamericanos y han recuperado sus recuerdos los catalanes.
Convendrán conmigo que cien años son suficientes para desear lo que desea toda familia: una casa. En el salón que recuerda a los cien hombres buenos que ejercieron el poder a través de la palabra, nada me parece más lógico que proponer una nueva sede para la conversación entre Cataluña y América Latina. ¿Qué autoridad tengo para sugerir este sueño? Las razones de los hombres son misteriosas. Hablo por mí, pero sobre todo por el niño que creció escuchando la historia de cómo Ulises superaba todos los obstáculos para volver, al fin, a casa, es decir, a Barcelona.
Saló de Cent, Barcelona, 26 de abril de 2012.