Maximiliano Rodríguez Vecino es escritor nacido en Uruguay y trabaja como sanitario en un hospital de Barcelona. Le pedimos una entrevista y nos responde con una historia, para contarnos su vivencia actual a raíz del coronavirus. Hurgando en su bichito interior emerge su condición de aquí y de allá, como lo son sus palabras en lunfardo rioplatense, la jerga nacida a orillas del Río de la Plata por el quilombo o lío de lenguas que provocó el aluvión migratorio de los siglos XIX y XX. Autor de novela negra, ganó la Beca de escritura Montserrat Roig del Ayuntamiento de Barcelona y ha publicado El último combatiente (Serial Ediciones, 2018).
‘La milonga del bichito’, por Maximiliano Rodríguez Vecino, escritor uruguayo y sanitario en Barcelona
La milonga del bichito
Yo sé que Carlitos gambetea en el sótano de tu pensión; lo sé porque el tocadiscos que escupía tangos y milongas te reventó la chaveta, perforándote la fontanela cuando apenas chupabas yerba con leche. No tuviste chance, te la metí como la bombilla al mate, te apuñalé el alma cuando crujía la leña y daba cachetazos a la masa que esperaba el crematorio; y mientras vos vaciabas el porongo yo soplaba la melodía y cinchaba de la bandeja cargada de polvorones y bizcochos que continúan ardiendo en tu sien, como la frase que escribió hace cien años Celedonio Flores: “Hoy tenés el mate lleno de infelices ilusiones…”.
Recuerdo que dejaste el molde de tus nalgas en la bolsa de arpillera y te colgaste pa’ que te explicara la letra que levantaba las chapas del rancho. «Che, gurisito, vos no te preocupés. Ya lo entenderás, botija», dije lijando mis callos y te peiné con una bocanada que desde acá puedo verte en la nuca. ¿Te acordás? Me fui dejándote como un chambón después de meter los panes en una canasta de mimbre.
Escuché que me gritaste. Lo escuché bien, pero seguí ventilando el polvo de mis alpargatas a posta. Volví a escuchar tus chillidos y no miré pa’ atrás, me hice el sota y prendí la Spica, y de aquella cárcel de cuero vuelo como un gorrión; y desde acá te picoteo el tarro con las semillas que plantó Discépolo: “Cuando no tengas ni fe, ni yerba de ayer, secándose al sol, cuando rajés los tamangos, buscando ese mango, que te haga morfar, la indiferencia del mundo, que es sordo y es mudo recién sentirás…”.
La milonga comenzó a girar en el vinilo de la pared de tu vecino. La escucho de fondo por el chiflido de tu caldera que me arrastra las patas y la culpa de los que murieron sedientos o ahogados por llegar al estiércol que me tiene nauseado. Y te llevo como un abrojo porque tus manos sangran sobre las lonjas de los candombes que llenan mi alma. Y yo sé que los espejos no mienten, pero también sé que la piel es solo un reflejo y que algún día te verás como ellos.
Quiero volver a salir de farra, pero tengo una enredadera soldada en los ladrillos que cubren mi frente. Pero acá sigo, amargueando, y fantaseo en hundir los codos en el boliche; y en el vaso de Espinillar floto como la bolla que lanzaba el aparejo, mientras escucho los bochazos y la bola se derrite sobre el casín; y siento el pecho pegado al paño agujereado por las cenizas del tabaco que ahora no sé en dónde fumo, y tu voz me deja como un colador:
—La vida es una mentira—repetís en ese infierno y me alegrás la muerte.
Perdóname por engatusarte con barajas y rematarte con la locura de Abdón Porte que ni el Indio sabe cómo explicarme. Y la lluvia que cebás termina quemándome la tráquea con el Verde que te quiero verde. Igual no fue Lorca y fueron Los adioses de Onetti que se te fueron pa’ adentro. Pa’ adentro de vaya uno a saber dónde si te veo enterrado en Juntacadáveres con el Doctor Díaz Grey. Sonará mezquino lo que voy a soltarte, pero quizás te estás pudriendo como un inmigrante ahora que las moscas te vuelan cerquita; o el silencio de la gayola ahora sí tenga sentido por todo lo que gritaste apretando el puño hasta desangrarte las palmas. Y ahora que la rueda gigante está privada de lo que añorás, sácale el palo y olvidá los ismos. Olvidá los movimientos, menos uno. Invítala a girar al ruedo pa’ que tus yemas sientan el calor de su espina. Y no me guardés más el bastón, por favor, tíralo al horno porque ya estoy harto de que te duela. Y si podés, botija, también quemá la billetera así respiro del humo que te vendieron.
Si a la milonga le falta cocción te mando Te quiero y te espero con el codo arremangao en El lugar del otro Mario. Y si el bichito sigue hurgando, abrí Los abrazos que dejó Galeano. Y si tenía que estar de este lado pa’ entender que siempre chupé un lavado, o era pa’ estar mano a mano y escupirte este chamuyo que me tiene atragantado, te agradezco y espero que no te quemés las manos.
Y sabés, disfruto al verte en el pollo que tiró mi lengua sobre tu baldosa. Disfruto viéndote achicharrar y me pierdo en las suelas desgastadas de arrastrarlas por casa. Siento que se me asfixian los tobillos al pisarte, y me llevo las marcas de la silla antes de que los rayos me partan el cogote. Y me detengo en la penumbra, boleado, y te juro que cuando esto escampe iré a la zapatería, pero solo pa’ dejarte descalzo. Y si tengo la desdicha de encontrarte por el camino, te diré solo una cosita; lo que se dice por acá arriba, en la América invertida: ¡Andá a cantarle a Gardel!
Crédito imágenes: Susana de Oliveira Araujo