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22/12/2009 / Barcelona

Juan Villoro retrata a su amigo Javier Hinojosa

Casa Amèrica Catalunya continúa albergando, hasta el próximo mes de abril, la exposición E.S.T.A.C.I.O.N.E.S., a la que el fotógrafo mexicano Javier Hinojosa ha dedicado 30 años de su vida. Su amigo desde la infancia, el prestigioso escritor y periodista Juan Villoro, le ha dedicado este sentido texto que a continuación reproducimos de manera textual y completa.

Unas líneas que, como el trabajo de Hinojosa, no se pueden resumir, ni tampoco sacar de contexto: “Conocí a Javier Hinojosa en 1972, en el patio del Colegio Madrid. Los recuerdos son fotografías que el tiempo desenfoca. Pocas cosas perduran de ese entonces... Íbamos a la escuela en tranvía y las aulas se alzaban en un barrio que conservaba un aire pueblerino: Mixcoac, el Lugar de las Serpientes. Llegamos ahí atraídos por un nuevo método de estudios, prestigiado por la moderna eufonía de las abreviaturas: el cch. En vez del bachillerato tradicional, donde había que someterse a la obsoleta tortura de memorizar fechas y nombres propios, estudiaríamos procesos sociales y reacciones químicas en un “colegio de ciencias y humanidades”.  

Los maestros tenían unos 25 años, permitían que les habláramos de tú, fumaban en clase más que nosotros y exigían ser criticados. La exactitud y los conocimientos positivos se relegaban en favor de las disquisiciones de alta retórica y el derecho a pensar por cuenta propia. Esta educación progresista reforzaba la fama del Colegio Madrid, fundado en México por republicanos españoles. Javier venía de una escuela religiosa y yo del universo concentracionario del Colegio Alemán. En el Madrid encontramos un espacio liberador que él utilizó para tratar de redimir a América Latina con una guitarra y yo para escribir relatos. Eran los tiempos de la canción de protesta y las peñas folklóricas adornadas con telares oaxaqueños.

Javier puso su voz al servicio de los desposeídos y nos deprimió durante largas noches con los sufrimientos de los mineros chilenos y la nostalgia de los cóndores peruanos. Eso nos llenó de gozo. Nada nos parecía más estimulante e intenso que estar tristes por una causa meritoria. Las canciones interpretadas por Javier fueron la pista sonora de una generación que buscaba la empatía con los desterrados y necesitaba aquilatar malas noticias.

“La paloma se murió y el palomo lo sabía / levántate palomita, le decía, le decía”, cantaba el bardo del bachillerato. Queríamos decir basta y echar a andar, anunciar la hora de los aceituneros altivos y del caimán barbudo, evocar la entrañable transparencia del comandante Che Guevara. Después de leer Los conceptos elementales del materialismo histórico, de Martha Harnecker, comencé a escribir cuentos panfletarios y Javier intensificó el tono combativo de sus canciones. Admiraba a Paco Ibáñez y le hubiera convenido tener un porte similar, pero era tan delgado que en sus manos la guitarra parecía descomunal. Esto no le impedía embestir las notas con enjundia. Cuando cantaba de pie, su instrumento se convertía en un arma cargada de futuro.  

El pelo de Javier Hinojosa ha estado revuelto en los últimos 36 años, el tiempo que llevo de frecuentarlo. El detalle sería baladí de no ser porque fue el primer anuncio de su singular oficio. En el Colegio, su pelo estuvo despeinado por un viento imaginario. No sabíamos que anticipaba los ciclones que habría de atestiguar. Una tarde llegó con un nuevo instrumento: una cámara que en sus manos delgadas parecía de fierro. En el tono amable en que nos reunía para cantar, nos alineó en el patio del Colegio para tomar una foto de la generación. Fue la primera que hizo y la primera que vendió. Nunca le habíamos pagado por sus canciones. En cambio, su debut detrás de la cámara le reportó éxito económico. Los grandes anteojos de Javier, a los que no habíamos dado importancia, cobraron otro significado. Estábamos ante un curioso de la mirada que poco a poco nos sorprendería como verdadero artista. Abandonó la guitarra para fotografiarnos en toda clase de circunstancias. Pero desde muy pronto quedó claro que no se trataba de un retratista de sociedad.

Sus fotos mejoraban mucho cuando nos tomaba de lejos, y mucho más cuando desaparecíamos del escenario. Bajo un sol excesivo, hicimos un viaje iniciático a las ruinas de Palenque. Nadamos en un río en la selva donde Javier tuvo la cortesía de tomar unas cuantas fotos del recuerdo. Luego desvió su atención a las frondas intrincadas y la enigmática escritura del follaje. Acaso fue ésa la primera ocasión en que intuyó que sería un consumado fotógrafo de zonas arqueológicas y un renovador del oficio de retratar el horizonte en estado puro, la naturaleza en bruto, ajena a la presencia del hombre. Durante años Javier tuvo pelo de fotógrafo naturalista, pero como sólo lo veíamos en edificios, fiestas y autobuses tardamos en entender que su semblante anunciaba su destino. Es posible que su pasión por la naturaleza también se fraguara en un ámbito doméstico. Cuando cursábamos el bachillerato, su madre puso una tienda de nombre misterioso, Al Tercer Día. ¿Leía el tarot? ¿Vendía inciensos para adivinar? Pensamos en productos esotéricos hasta que supimos que el nombre se refería a la jornada en que Dios creó las plantas. Aunque a los 16 años nada nos parecía tan raro como comprar un arbusto, admiramos ese resumen casero de la selva. A veces el paisaje viaja hacia las personas. Fue lo que sucedió con esa tienda. Javier se entusiasmó con ella como si recibiera una carta misteriosa. Algún día iría al sitio extraño donde las plantas crecen solas.

Durante el bachillerato Javier cantó sobre América Latina. Al descubrir la pasión por la fotografía, quiso recorrerla sin soltar la cámara. No es exagerado decir que aprendió por el oído lo que expresa por la mirada. La educación sentimental de un artista no siempre tiene como primer impulso su propio medio expresivo. Un largo camino avala al fotógrafo que ahora se detiene en glaciares y cañadas. Su compromiso con las causas sociales se transformó en urgencia ecológica. Desde hace mucho participa en asociaciones que protegen espacios naturales. Esto sería un dato ajeno a su arte si no entendiera que la forma de mirar puede ser una especie amenazada. Hinojosa se resiste a celebrar la naturaleza como un retratista de calendarios. No es un cazador de fotogénicos crepúsculos ni enternecedores pajaritos. Desdeña las olas que caen para que aplaudan los bañistas y desconfía del arco iris, ese primer actor que triunfa sin necesidad de paparazzis. Tampoco se solaza en el dramático precipicio o la tormenta wagneriana. Resalta el poderío que el mundo tiene al margen de nosotros. Si acaso se incluye en ese entorno, lo hace en calidad de sombra: retrata su silueta alargada en el suelo.  

En su meditación del paisaje, Javier Hinojosa revela que lo más inquietante de ese sitio es que alguien haya estado ahí. Remoto, entregado a sí mismo, el territorio es perfecto. ¿Vale la pena intervenirlo? La fotografía anuncia que lo otro, lo ajeno, puede llegar ahí. En cierta forma, es la primera señal de la amenaza. La ética de Hinojosa se funda en este gesto. Preservar lo que se mira significa preservarlo en su condición primera, antes de ser mirado. Es la utopía que el artista busca en su serie Estaciones. Fotógrafo de soledades, Hinojosa capta una edad primigenia, los días remotos en que los volcanes aún no decidían sus fuegos ni las nubes el curso de sus lluvias. Aunque a veces registra las huellas de un camión en la tierra muerta de sed o el retorcido camino que unos carpinteros han dejado en la maleza, sus territorios no incluyen actividad humana. El amigo que nos pedía amablemente que nos hiciéramos a la derecha hasta salir de su encuadre, se convirtió en el retratista maestro de las tierras sin nadie.  

Una característica esencial de su trabajo es el peso del cielo. Muchas de sus fotografías desembocan en el aire oscuro, de aspecto sólido, que las define a lo lejos. Los muchos cielos que miramos rara vez están despejados; aún de día, algunos son casi negros. ¿Qué hora predomina en esos escenarios? Una hora imprecisa. El sol parece llegar ahí cansado o ser demasiado nuevo para iluminar con fuerza. Sus pálidos matices recuerdan el momento único en que comienza o termina un eclipse. Una luz distinta a la del día común. El sorprendente brillo de las imágenes no viene del cielo. En lo alto, la atmósfera es un cristal de obsidiana. El resplandor surge de abajo, de las piedras, el hielo, el vapor, el agua, la arena o las cactáceas. En una notable inversión de significados, Hinojosa logra que sus paisajes se imanten hacia arriba. La fuerza de gravedad está en sus cielos minerales. La tierra ―leve, luminosa― flota en sí misma. Por haberlo acompañado a sus campamentos, sé que prefiere trabajar con la primera luz de la mañana. Pero el efecto fotográfico es el de una luz desconocida. Desde sus primeros recorridos en playas desiertas, Hinojosa ha tenido predilección por las formas no reconocibles de la naturaleza, el modo que las piedras, las conchas, los fósiles y los caracoles tienen de ser abstractos.

Su mirada privilegia los signos esenciales, el alfabeto del que todo se desprende. La gramática del mundo le interesa más que su retórica. Incluso al ocuparse de animales, busca definirlos como símbolos. No se sirve de los recursos digitales para modificar lo retratado, sino para seleccionarlo y decantarlo: un pájaro vuela como un signo de interrogación. En una imagen creí advertir una intención ajena a la naturaleza: una piedra pequeña reposa sobre una roca enorme. Le pregunté a Hinojosa si él la había colocado ahí. En modo alguno: la rigurosa estética de las imágenes pertenece al ritmo del mundo, el accidente y la quietud son atributo de las piedras. Aunque ha colaborado con National Geographic y otras publicaciones que documentan lo natural sin perder detalle, en sus trabajos más personales Hinojosa no busca peculiaridades ―el felino inaudito o la flor única―, sino un lenguaje esencial, conjugable, donde los elementos se repiten. La fotografía de la naturaleza suele procurar el icono. Bien captada, una gacela se transforma en la gacela. Lo singular representa a la especie; la explica, la tipifica. Hinojosa domina esos procedimientos y los ha puesto en práctica en proyectos de divulgación. Cuando concibe exposiciones opera de otro modo. Dispara el obturador en regiones muy distintas, pero logra un efecto combinatorio. Todos sus mundos integran uno. Trabaja con elementos repetibles. Las rocas, las hojas, los nudos en la madera, los peces apenas insinuados bajo el agua, los pájaros indiferenciados en el cielo, trazan el vocabulario elemental de la Tierra, anterior a las especies diferenciadas. Si acaso retrata cocodrilos, lo hace sin captarlos del todo, como troncos sueltos, oscuros paréntesis del agua, rastros de una edad pretérita. 

Hace más de tres décadas, Javier Hinojosa orientó sus zapatos de gamuza hacia el comienzo, hacia las luces anteriores. Curtido por los vientos, la altitud que produce terribles dolores de cabeza, los humedales y los pantanos que calan debajo de las uñas, el viajero accidental se convirtió en el experto que acampa con pericia en desiertos y playas de conchas fosilizadas. Aunque visita parajes muy distintos, su ruta no ha variado en lo esencial: explora el principio de las cosas, el territorio que nunca fue mirado, los humos que se disiparon sin ser vistos. Sus deslumbrantes fotografías construyen la ilusión del origen. Una tierra recién hecha, bañada por un resplandor primero, donde las piedras se acaban de detener para salir bien en la foto. Hace tres décadas, el cantante que quería transformar la realidad encontró un clavo en la pared y jubiló ahí su guitarra. Sus amigos quedamos desconcertados por el silencio. Luego lo vimos tomar una cámara y proseguir la misma vocación de otra manera. Estas fotografías demuestran que Javier Hinojosa cambió el mundo.”