"En la medida en que la información debe ser de utilidad para la sociedad, mediante la construcción de dinámicas de comunicación entre fuerzas que moldean y condicionan el movimiento social, en esa medida, y considerándolo en términos amplios, el ejercicio periodístico en nuestro país padece amplios males que impiden su sano ejercicio, en medio de algunas virtudes que permiten mantener la esperanza de que se construya en un futuro una sociedad mejor. Tomemos, por ejemplo, el problema de la identidad nacional colombiana, que por fuerza es reflejada, tanto de ida como de vuelta, por los medios de comunicación". (En la imagen, Bernardo Gutiérrez con la periodista y escritora Maruja Torres en la sede del ICCI / Casa América Catalunya)
Serie “Colombia y el periodismo” por Bernardo Gutiérrez, periodista de Medios para la Paz: “la identidad nacional colombiana y sus paradojas” (III)
"En la medida en que la información debe ser de utilidad para la sociedad, mediante la construcción de dinámicas de comunicación entre fuerzas que moldean y condicionan el movimiento social, en esa medida, y considerándolo en términos amplios, el ejercicio periodístico en nuestro país padece amplios males que impiden su sano ejercicio, en medio de algunas virtudes que permiten mantener la esperanza de que se construya en un futuro una sociedad mejor.Tomemos, por ejemplo, el problema de la identidad nacional colombiana, que por fuerza es reflejada, tanto de ida como de vuelta, por los medios de comunicación.
Esa entelequia llamada “identidad”, entidad difusa como la que más, cuya presencia y existencia se presta a todo tipo de manipulaciones, elaboraciones, teorías. Colombia es un país variopinto y diverso, formado por una infinidad de sectores raciales, culturales, históricos. La herencia hispánica, la herencia indígena, la herencia africana, y a partir del siglo XX herencias europeas, levantinas y árabes, están presentes en todo tipo de proporciones sanguíneas. En alguno de sus textos, Gabriel García Márquez anota que, durante la época colonial solamente, en Colombia llegaron a distinguirse 18 divisiones raciales, dependiendo del grado de las mezclas entre diversos orígenes. Estas divisiones conllevan las consiguientes diferencias culturales, gastronómicas, lingüísticas. Y por su orografía, por la disposición de sus montañas, que dan punto final a los inmensos Andes que comienzan en el estrecho de Magallanes, muchos de los grupos mencionados permanecieron prácticamente aislados entre sí durante siglos, siendo la comunicación y el conocimiento mutuos un fenómeno de reciente ocurrencia, es decir, de los últimos tres cuartos del siglo pasado.
En contravía de estas realidades, las estructuras políticas globales colombianas, me refiero a las que tienen poder efectivo, se han ido formando alrededor de sectores fundamentalmente de raza blanca, poquísimos sectores de raíz mestiza, desde luego ninguno de origen indígena ni de origen negro. Los primeros, herederos de familias hispánicas y de algunos troncos familiares producto de la inmigración proveniente de otros países europeos, tales como alemanes e ingleses principalmente, establecidos en sucesivas oleadas en el altiplano central del país y en los ricos valles intercordilleranos.
Estos grupos heredaron el espíritu, si no la letra, de las estructuras hispánicas coloniales, signadas por el centralismo y el autoritarismo, amén de haber heredado también un desprecio histórico por las razas indígenas y por los esclavos negros, provenientes del Africa en primer lugar, y en segundo lugar de la región del Caribe, que habían sido traídos al país como mano de obra para el campo y para los crecientes núcleos urbanos.
La búsqueda para encontrar la “identidad” colombiana, la “identidad” nacional, es una tarea de múltiples frentes, y en ocasiones sacude a instituciones del estado, y a pequeños sectores progresistas de las clases dominantes, incluyendo a los medios de comunicación. Esta tarea nos ha permitido acercarnos a algunas conclusiones tentativas, en donde la “identidad” es, por llamarlo de alguna manera, la identidad de la “dominación”, es decir, la “identidad” de las clases dominantes, que la beben de influencias y fuerzas que llegan de fuera, importadas y empacadas, en el presente, de manera primordial en la irresistible cultura norteamericana.
Es así cómo lo nativo, lo propio, al no participar –por fuerza-- de este concepto alienado, se torna “exótico”, “foráneo”, y en el mejor de los casos se incorpora al “folclor”. Lo propio, la raíz de lo propio, se convierte entonces en marginación. Y a través de los medios de comunicación se produce un constante martilleo, un constante machacar, de estos conceptos, de manera casi subliminal, que han ido impregnando la percepción ciudadana a lo largo de nuestra historia, formando el imaginario de nuestra cultura.
El resultado es que identidades frágiles dentro de nuestra sociedad, llamémoslas frágiles en el sentido de que son más indefensas económica y socialmente, pues pertenecen a las clases más pobres, son identidades cada vez más precarias, aunque posean gran dimensión y significado cultural e histórico (por ejemplo, las negritudes, o los afrocolombianos como ahora se denominan, o las culturas indígenas que aún sobreviven).
Estas identidades se encuentran ante el predicamento de que lo suyo no sólo no es valorado intrínsecamente, sino además disminuido como si fuera un elemento de cultura inferior, y entonces las personas pertenecientes a esas minorías deben resignarse a vivir dentro de una cierta marginalidad, si no adoptan las características de los sectores dominantes, características culturales, características de lenguaje, incluso características en el vestir y en los gustos. El ser auténtico se torna un pasaporte a la marginalidad".