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24/05/2006 / Barcelona

Serie “Colombia y el periodismo” por Bernardo Gutiérrez, periodista de Medios para la Paz: “Los medios de comunicación de Colombia ante el espejismo de la modernidad del país” (IV)

“La diversidad cultural colombiana está siendo minada y amenazada de manera creciente. Mencionaremos aquí, sólo de pasada, otras amenazas provenientes de la dinámica social colombiana de hoy, tales como las agresiones de los diversos grupos en conflicto, que crean fenómenos de desplazamiento del campo y las selvas hacia las ciudades, hacia la miseria que estos desplazamientos propician, hacia la fractura de las tradiciones y las costumbres ancestrales de esos diversos grupos”. (En la imagen, Bernardo Gutiérrez, al fondo, con la periodista y escritora Maruja Torres, la directora de Medios para la Paz (MPP), Gloria Ortega, y el vicedecano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de Barcelona, Francisco Martín, durante un reciente debate sobre el periodismo en Colombia celebrado con motivo de la distinción a MPP con el Premio Catalunya a la Libertad de Expresión)

“La diversidad cultural colombiana está siendo minada y amenazada de manera creciente. Mencionaremos aquí, sólo de pasada, otras amenazas provenientes de la dinámica social colombiana de hoy, tales como las agresiones de los diversos grupos en conflicto, que crean fenómenos de desplazamiento del campo y las selvas hacia las ciudades, hacia la miseria que estos desplazamientos propician, hacia la fractura de las tradiciones y las costumbres ancestrales de esos diversos grupos.
En Bogotá, por ejemplo, en los sectores más afluentes de la ciudad, en donde están los cines modernos, los restaurantes y las tiendas de moda, los grandes centros comerciales, es una rareza ver un transeúnte de raza negra, y mucho menos un cliente o comensal de la misma etnia. Y hay una gran probabilidad de que si nos topamos con alguno, éste sea un extranjero del Caribe o de los Estados Unidos, que no se siente con menos derecho a estar allí que los criollos de tez clara que están a su lado en las otras mesas del restaurante o la cafetería elegante.
Y sin embargo se calcula que en Bogotá viven entre ciento cincuenta y doscientas mil personas provenientes de regiones lejanas de la capital pobladas por gentes de origen africano. Es decir, de raza negra. Estas multitudes han ido llegando a la ciudad, expulsadas de sus territorios por razones de pobreza, y por razones del conflicto, y se han asentado en zonas urbanas lejos de estos sectores preferenciales, que son visitados por extranjeros y gentes de origen hispánico en su mayoría. Se puede hacer el experimento de preguntar a un parroquiano –blanco o incluso mestizo- en alguno de estos cafés y restaurantes, sobre la existencia de estas multitudes de raza negra en su vecindario, y casi seguramente nos mirará como si estuviéramos un poco mal de la cabeza.
Modernidad impostada
Una característica que Colombia comparte con otros muchos países de esos que antaño se denominaban “del tercer mundo”, característica que a nosotros no se nos evidencia, por lo cotidiana, por ser parte de ella, porque, como dice el refrán, “los árboles no dejan ver el bosque”, es lo que se podría llamar “la modernidad impostada”. Veamos qué quiere decir esto.
Es evidente la apariencia de modernidad que presenta nuestra sociedad, en donde encontramos ciudades de calles asfaltadas, semáforos que funcionan, sistemas de transporte masivo que sirven a millones de personas cada día, cafés internet en muchas vecindades -una que otra autopista que merece ese nombre-, bancos informatizados, aeropuertos y aviones modernos, etcétera. Y en las gentes, gentes con trajes de moda, hablando otros idiomas además del propio, usando con gran destreza teléfonos celulares y complejos automóviles, viajando a Miami y Londres y París cada dos por tres, etcétera. En fin, eso que los publicistas de los medios llaman “vivir la agitada vida moderna”.
Debajo de esta fachada nuestra vida colombiana se debate en un mar de contradicciones, desorientaciones y fragmentaciones de su identidad, con un trasfondo de pensamiento bastante elemental, de estructuras mentales, se diría que primarias, decimonónicas. Una muestra palpable de lo anterior, y para irnos acercando al tema de los medios, se da en la confusión entre cómo se concibe la capacidad para utilizar tecnologías con la capacidad para crear tecnologías. Modernizados al minuto, equipados con las más modernas tecnologías importadas, nuestros medios de comunicación se ven a sí mismos como pares de los más avanzados del mundo. Nada tienen que envidiar –se nos dice– a los de mayor importancia y calidad de otros países. Poca es la reflexión dirigida a mirarse a sí mismos como concepto de vehículo de la información, como medio de ligazón entre distintos sectores de la sociedad.
El papel de los medios
Uno de los resultados de lo anterior, por supuesto, es una tremenda incapacidad para adquirir una visión de sociedad que emane de la entraña de la sociedad misma, de su propia autenticidad, y una vez alcanzada esta visión, para interpretarla e intervenirla. Otro resultado es, por correlación, una prensa insegura, presa de los vaivenes de la moda informativa, mediocre, que busca parecerse a los medios de los países ricos, que bebe de sus fuentes de lejano origen, pues desea e intenta, con todo su corazón, proyectar la realidad social colombiana como si fuera la de uno de esos países. O, por lo menos, parecida a la de esos países. Algunas veces la contradicción adquiere tintes casi circenses: mientras nuestra sociedad padece verdaderos terremotos, fragmentada (Colombia está en el séptimo lugar en la escala de los países más inequitativos del planeta, según un informe de las Naciones Unidas), pugnaz, caótica, miserable en ocasiones, en conflicto siempre (nuestro país juega a ser estado fuerte cuando, como ahora, se trata de hacer la guerra, y juega a ser estado débil cuando se trata de atacar los problemas de los más pobres), lo que los medios se ocupan de proyectar es un panorama social de avance lineal, sin mayores obstáculos, como una autopista pavimentada en donde los autos se mueven fluidamente hacia un lugar indefinido que, aunque no se identifica, sí se entrevé como una meta deseada, como un punto de llegada en donde todo estará mejor, la gente será más feliz, la sociedad más realizada, más armónica, cada vez más perfecta. Es lo que llaman “el progreso”. Por supuesto, sin cuestionar la hoja de ruta adquirida en la gasolinera del camino, ni las intenciones de los conductores".